Nadie conoce en España a Jean-Marie Leduc. Tampoco le conocen en Francia, aunque su nombre y su apellido sean propios de aquel país. Algunos, desde hace días, le conocen en Canadá, puesto que ha aparecido en un periódico de Ottawa y ha sido enlazado por otro, dedicado a la población francófona de Toronto, esa ciudad que los americanos se empeñan en pronunciar con un indescifrable Torenou. Maravillas de Internet. ¿Pero quién es Jean-Marie Leduc?
Ese hombre de 84 años es un héroe de nuestro tiempo. Un superviviente.
Este antiguo funcionario se niega a utilizar ni el ordenador ni el correo electrónico. Que le vayan a él con los cursos de formación en habilidades digitales y ya imaginarán la respuesta que puede dedicarles a los bienintencionados servicios sociales del Ayuntamiento. El de allí o el de aquí, si viviera entre nosotros.
El viejo Jean-Marie no se anda con rodeos y le canta las verdades, las suyas, al barquero o al lucero del alba, según quien sea el que se le ponga por delante. En francés suena bien, cuando se lee «Je n’en ai pas besoin», que vendría a ser un tajante «no lo necesito» en español. Y en esa frase está la esencia de su libertad, que ojalá pudiera ser la nuestra.
Insiste Jean-Marie en que le manden por correo lo que tengan que comunicarle. Pero en correo de papel, no en el difuso, etéreo y omnipresente correo electrónico.
Huelga decir que la suya es una batalla perdida. Tan derrotado está Jean-Marie como cada uno de nosotros en la medida que pretendamos ser nosotros mismos y no el mero engranaje de ese sistema que nos supera, después de habernos utilizado.
Las escaramuzas de este viejo canadiense contra el progreso digital son equiparables a la del notario que aún pasea por nuestras calles de riguroso terno oscuro, impecable abrigo azul marino y sombrero Borsalino Fedora para cubrirle las canas y toda su entera presencia. Por ahí va, para quien quiera comprobarlo.
Nosotros no les llegamos a la altura del valor a ninguno de los dos.
Hemos renunciado a la corbata, entre los hombres, como quien hace una concesión sin consecuencias, pero las tiene. Igual que cuando prescindes de caminar por la acera de la derecha, porque casi nadie lo hace ya. O te olvidas de pararte a hablar con un conocido. O sigues las normas de la hipocresía universal, esas que te impiden mirar con desdén y no con fingida amistad al que anteayer te jodió y bien que tú lo sabes.
Los hombres más libres de estos días en que tanto andamos para apenas movernos suelen ser los más viejos.
Algunos, incluso, luchan por ser ellos, sin caer en ridículos ajenos.
Gloria y paz, también en esta tierra, para todos cuantos sean, allá donde resistan.
Se merecen nuestro reconocimiento por ser como son. Nos muestran, incluso sin pretenderlo, lo que ya no somos los demás desde el día en que aceptamos ser solamente lo que nos dejan ser. Aquel tiempo lejano en que aún ejercíamos el derecho a decir que no.