En estos días, los muy hacendosos franceses no trabajan. Que un miércoles sea el Día de la Liberación, cuando ganaron a Alemania, y que al día siguiente celebren la Ascensión, ha traído un puente más propio de España que de este lado de los Pirineos.
Al pie de uno de los pueblos más bonitos de Francia corre el río Lot, el mismo que ya conocieron hace 30.000 años los que dejaron la huella de sus manos y sus pinturas en lo profundo de Pech Merle, a cuatro pasos de aquí.
Hay niebla, porque el río impone su ley en esta amanecida.
El espectáculo no lo da Saint-Cirq-Lapopie, que no se ve, sino la familia de la mesa de al lado, para el petit-déjeuner.
La mujer, alta y de buenas hechuras, está en la treintena. Frente a ella, un septuagenario de pelo cano y esa pinta de patricio casual tan frecuente tanto en el campo como en las ciudades de por aquí. A su lado, un niño muy pequeño, sentado en una trona y frente a él, su hermano, que le sacará poco más de un año.
El menor de los dos críos ha tomado posesión de su trono con la seguridad de un monarca carolingio. Bebe de su taza con la seguridad de quien no teme nada. Y de remate, se va comiendo las fresas, una a una, con meticulosa precisión. Llegará a ministro si no a presidente de la VI República. O será banquero. O quizá, granjero. ¿También conocerá la felicidad?
El viejo de aire juvenil que lo acompaña le surte de bollería, desmenuzada. Es pain perdu, nada perdido, émulo francés de las torrijas.
¿Será su abuelo?
Papa, le llama el niño. Duda despejada.
Y ahora es cuando la niebla baila sobre el río. Sale el sol y el niño mira sin ver por la ventana lo que otros sí vemos, que es la misma vida que será la suya. También la de su hermano, tímido y callado. O la de su madre y la de ese hombre, padre, viejo y feliz que en este mismo instante sonríe al crío, como un hombre plácido, entre sorbos de café.
Amanece un buen día en este rincón de Europa. Un día. Todo un día. En Europa, mientras dure.