Hay algo estremecedor en las fotografías antiguas. No me refiero a los daguerrotipos del siglo XIX, que tienen todos una hermosura fantasmal. Hablo de las fotos familiares, esas que permanecen olvidadas en cajas de lata, en el fondo de los armarios de tantas casas.
Hacer acopio de valor y volver a verte de niño es terrible, por la comparación y por el recuento de sueños rotos. Recordar el rostro joven de tu madre, que en nada se parecía al de aquella mujer en su agonía, te deja colgado en el asidero del tiempo, a punto de despeñarte.
Cuando dejaste la adolescencia, medías el futuro por años. Los adultos de ayer y de hoy lo hacen por meses, recontando nóminas y dinero. Los más sabios, que siempre serán los viejos aunque nunca se lo reconozcan, apenas sueñan con el día de mañana amparados en una curiosidad paradójicamente infantil por ver si llega. El resto, bruma inútil, agujeros negros devoradores de esperanzas.
Antes de la pandemia, esa que ha roto nuestras vidas en costurones de inseguridad, también contábamos en lustros, que eran anticipos de décadas; ladrillos cuidadosamente ordenados hasta medir el paso de las generaciones, de a cuatro en cada siglo. Ahora, ya no. Nos basta con vivir sin tener el tiempo como referencia.
A todo aquel que escribe, incluso al que le leen tan poco como a este paseante, le desasosiega más que nada reencontrarse con los textos que fue dejando en el pasado. Son, como las viejas fotografías, reflejo de lo que no puede volver a ser, ni para revivirlo ni para cambiarlo.
Eso es lo que le acaba de pasar al arriba firmante al encontrarse, en una traicionera esquina de Google, con el artículo que se reproduce más abajo. Trata de tauromaquia, eso en lo que muchos sólo ven salvajismo y en lo que otros han llegado a constatar que el tiempo puede quedar detenido, tan real como milagrosamente, en un pase natural. Ojos distintos, visiones distintas entre la realidad y el alma.
Aquello que se publicó bajo el título de «Apuntes taurinos entre Guadalajara y Guadalajara, pasando por Madrid», al día siguiente de un San Isidro, el 16 de mayo de 2016 y a propósito de una novillada en Madrid ha revivido hoy, sin pretenderlo.
Como en realidad habla del tiempo y de su recuerdo, de revivirlo y de sobreponernos a su condena, se lo regalo de nuevo, por si le gusta. Y sobre todo porque, como al desgaire, reclama libertad, tan necesaria:
Ahí está Roberto Ortega, no en los aledaños de Santa Clara ni andando al alimón con Jose Alonso por la Plaza del Jardinillo, sino poniendo un par de banderillas en el primer novillo de Filiberto, el 16 de mayo. Merecidos los aplausos.
Es San Isidro, la misma Feria en la que Iván Fandiño brindó la faena de un toro a «El Pana», uno de esos toros que han servido para que el de Orduña avecindado en Tórtola de Henares empiece a perder el afecto y el respeto de Madrid, siempre tan voluble.
Es el mismo San Isidro en que Paco Ureña, un murciano residente en El Casar, se convierte en esa misma tarde en el nuevo matador del Foro. O en uno más entre los pocos elegidos. En este lunes, un toro le cornea en Francia.
Ahí también Juan de Castilla, recogiendo los aplausos del público en esa misma novillada, después de tantos meses de formación en el CITAR de Fuentelencina, lejos de su colombiano Medellín natal.
Qué firme Adame, llegado a Madrid desde México para torear con primor tantos años después de que su hermano Joselito pisara el ruedo de Las Cruces en un tentadero, cuando no tenía ni la edad que él decía ni la que necesitaba para torear…
En las paredes de «El Brindis», cerca de la plaza de Las Ventas, el dueño sonríe eternamente junto a «El Pana», el más heterodoxo mexicano de luces o de paisano, en una fotografía con un cuarto de siglo bien cumplido.
En el Hospital de Guadalajara, en la Guadalajara de Jalisco, «El Pana» sobrevive condenado a malvivir después de que un toro lo levantara en toda su humanidad hasta partirle en dos el espinazo.
Algunos aún recordamos a «El Pana» con «Frascuelo» en la plaza de Guadalajara, en la de Castilla, derrochando honestidad donde algunos sólo veían motivos para sonrisas displicentes y burlonas.
Como recordamos el domingo aquel en que a «Frascuelo» lo llamaron de urgencia para cubrir una baja en el cartel, dejar corriendo la paella y compartir paseíllo una tarde de gloria en Guadalajara con «Antoñete» y Curro Romero, que cortó una oreja.
Pasa la vida como si no se moviera, encerrada en las tablas de un burladero sin límites. Imágenes en la memoria, recuerdos cruzados, vivencias. Nombres. Fechas. Todo, a su modo, irrepetible.
Al que quiera hacerlo así, que le respeten.