Somos tan cojonudos que no cumplimos ni las normas que reclamamos. Así es el género humano y así lo practicamos en España, por mucho que nos apriete el COVID-19. En esos pensamientos andaba este paseante cuando, hace un rato, descansaba sentado: era en la terraza de un bar, de los pocos que están abiertos en la ciudad en pleno fin de semana, entre la Virgen y San Roque. El dueño y los camareros han venido de otro país a ganarse aquí la vida y lo hacen lo mejor que pueden, con amabilidad y cumpliendo las normas. Tanto es así, que las mesas están espaciadas y las limpian meticulosamente con el cambio de cliente, incluidas las sillas. Lo hacen para que luego lleguen dos parejas visiblemente españolas, de esos treintañeros que tanto abundan felices de haberse conocido, recién llegados de la playa según alardean… y sin mascarillas. Ni siquiera el tapabocas dispuesto a modo de babero, en el cuello. No. Sin mascarillas.
Vista la situación y el aluvión de besos y abrazos repartidos sin freno en la mesa vecina, a este que les escribe se le ha hecho un nudo en el alma de pensar en la que se nos viene encima, gracias a nosotros en buena medida. Mira que habremos tenido ocasión y tiempo para aprender de los errores ajenos y, en cambio, nos hemos dedicado a profundizar en los propios hasta convertirnos en especialistas del desastre. Lo que más nos preocupa ahora del inminente curso escolar es que los niños, precisamente, vuelvan al colegio y nos dejen trabajar sin el engorro de padecerlos a jornada completa. Lo de que regresen de clase repartiendo el bicho por la casa como haría un monaguillo asperjando con hisopo parece que no preocupa tanto.
Y si cuando salimos a la calle a tomar algo nos molesta un simple pedazo de celulosa tapándonos la cara es que la tenemos muy dura… la cara y eso en lo que usted y yo estamos pensando.
En consecuencia, al ver lo penúltimo que ha traído de la calle el fotógrafo de LA CRÓNICA, no ha habido más remedio que felicitarle, porque en esa imagen está casi todo lo que nos ocurre, concentrado. El muro de nuestras lamentaciones. El ojo que todo lo ve, pero desde puntos de vista que nunca habríamos imaginado. La luz hecha sombra. Y al fondo, muy al fondo, tan indistinguible como somos todos y cada uno de nosotros tomados de uno en uno, la chica que pasea a su perro; con correa él, embozada ella. Lo normal, ahora.
No lleva bozal el perro, porque no le hace falta. A muchos humanos de todo pelaje sí que se lo aplicaba yo. Bien apretado, para que no se les cayera. Y por encima, bien colocadita, la puta mascarilla que algunos aún se empeñan en no utilizar.