La felicidad eran cuatro onzas de chocolate «Barberán«, un trozo de pan y las golondrinas volando por encima de la cabeza de aquel niño, aquel verano, aquella tarde ya casi de noche. Había convencido a la madre para cambiar la cena por una merienda tardía, la tortilla francesa por el chusco.
Había hecho calor, como manda el precepto del verano castellano. Seis meses de invierno y seis de infierno. Pero en ese instante, el chaval compartía el cielo con todos esos pájaros y sus incansables chillidos. Nunca hubo un silencio más bullicioso ni podrá volver a haberlo, porque el coro ya no está tan nutrido como entonces. Por alguna razón, cada año son menos las golondrinas que llegan hasta aquí. En realidad, quizá fueran aviones. O vencejos. ¿Qué más da?
Sentarse en el escalón de la escalera del patio era tomar posesión del trono de un rey.
El niño mandaba sobre su mundo, ese pequeño país que empezaba en sus pestañas y acababa en el fondo de aquel azul crecientemente oscuro, con reflejos rojos, sin nubes y sin miedo a que el tiempo lo arrasara todo. Porque mañana todo volvería a ser hoy, en un ciclo sin fin.
Rodeado por los tejados vecinos, el crío no podía seguir al sol hasta el horizonte pero lo disfrutaba en ese suave irse, incendiando el cristal de las ventanas.
Chocolate y pan, acompañado de una vida aún no vivida. Sin más obligación que disfrutar de ese momento, sin sentirte obligado a hacerlo… porque para un niño las reglas son algo ajeno, con forma de madre o padre. Todo fluye sin esfuerzo y sin pensarlo.
Andas en eso cuando te quitas la mascarilla y al calor de tu aliento le sucede el del aire tórrido de este atardecer. Hasta aquí has llegado para esto.
De aquel niño queda un recuerdo con sabor a pan y chocolate, golondrinas y verano. Era cuando la felicidad más que una esperanza era un regalo que te hacía la vida a cada paso.
Y esperas que otro niño, en algún sitio, esté sintiendo lo mismo para llegar algún día, también, a recordarlo.