Acudir a un campo de fútbol es una experiencia que todo ser humano debiera cumplir al menos una vez en la vida. Es tan religiosamente ritual como para el musulmán peregrinar a La Meca; resulta tan excitante como el primer amor o el penúltimo orgasmo y es, qué duda cabe, más reconfortante que otros aconteceres cotidianos, como la condena del trabajo o la crónica de lo que hacen (más bien deshacen) nuestros amadísimos políticos.
Estamos en el inicio de una nueva temporada futbolera y este domingo hasta tres autobuses repletos de socios rojiblancos se encaminaron al Metropolitano desde Guadalajara. Ellos bien saben que Wanda sólo era un pez de una película de los Monty Phyton, jamás "su" estadio.
No hace falta haber leído "El mito del eterno retorno" para entender a un hincha y su recurrente predisposición a la esperanza, ya sea rojiblanco o tirando a desteñido. Si aquel rumano trashumante que era Mircea Eliade se hubiera fijado más en el fútbol y en sus seguidores que en las tribus de la Polinesia habría acabado antes de escribir el libro: la explicación de mucho de lo que somos y de lo que aspiramos a ser está en los campos de España, entre niños revoltosos con sus padres, pitillos fumados a hurtadillas donde no se debe y miles de camisetas del equipo de nuestras pasiones.
La ventaja de acudir a un estadio sin ser aficionado es que no puedes evitar volver a ser, de algún modo y al menos durante lo que dura el encuentro, el crío que algún día fuiste. Los ojos no dejan de ver cosas nuevas a estrenar, como si estuvieras empezando y no ya desviviendo.
Y entre la sorpresa por el brillo o el colorido del foro, la constatación de que los humanos no siempre desesperamos entre otros humanos. Es algo tan evidente que tenemos por costumbre olvidarlo o, cuando menos, desdeñarlo.
Incluso si usted es de los que cuando ve un balón no sabe para qué sirve, no deje de asomarse a un campo de fútbol alguna vez, si no de vez en cuando. Ahora que las iglesias están llenas de vacío es aquí donde se aprenden las normas de la fe y de la esperanza. Las de la caridad, no. Y con el contrario, menos. Los días de precepto no son cada domingo, sino cada dos semanas.
A partir de ahí, usted verá en qué aplica las enseñanzas. Puede ser en no avergonzarse por sentirse ciudadano de Guadalajara, de España o del mundo, según sean de universales sus colores. O quizá le dé por practicar el sano ejercicio de apasionarse con ilusión, calibrando la plantilla propia y la del rival, con pretendida pero imposible objetividad. No es tan malo ser y sentirse. Tampoco lo es ser y sentirse en compañía. A veces, incluso, es una buena decisión.
Hasta para recordarnos que hay vida más allá de la sombra que nos acompaña a cada cual vale un estadio en día (o noche) de partido. Al margen del resultado. Como en la propia vida, el marcador final no es necesariamente lo que más importa, sino lo que se hace, cómo y con quién. Ilusionados, siempre.
Como lo viví se lo cuento, por si le sirve de algo.