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22 noviembre 2024
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EL PASEANTE / El felpudo de Guadalajara

El jardín colgante de la Plaza del Concejo no es el de Babilonia ni el del Caixaforum, sino una versión a la escala de la ciudad. Si alguna vez pusiéramos pie en pared los vecinos, cobraría sentido tener un felpudo pendiendo de un muro. Mientras eso llega, mucho sentido no tiene.

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Cuando alguien emboca la calle Luis Pizaño adelante, lo normal es que desconozca que si lleva ese nombre es en recuerdo de un militar. Afortunadamente para su memoria y para los responsables municipales del callejero, a este no hay que discutirle la pervivencia histórica, dado que nació hace siglos, más allá de cualquier disputa ideológica entre españoles.

Si acaso, al pastranero Pizaño quizá le asomara una sonrisa si pudiera pisar la entrada del «Arriaca Digital» y ver que a quien se homenajea con un relieve no es al emperador al que sirvió, sino a quienes se opusieron a él por venir de Flandes y discutirles las cuestiones del poder y del comer a los que por aquí ya mandaban antes que él.

Que las habilidades como ingeniero militar de Luis Pizaño se hayan olvidado en Guadalajara no tiene nada de sorprendente: a la inmensa mayoría de sus 84.000 vecinos les place ignorar el felpudo, muy reciente, que fueron a poner en la pared más escondida de lo que fue Edificio Negro y que ahora, por el cambio de cristales, ha mutado en algo de indefinible color. La vertical plantación se pensó para que fuera notoria y en cambio, pasa desapercibida… como tanto de lo que se hace a cargo de las arcas públicas, salvo las Ferias.

El jardín colgante de la Plaza del Concejo no es el de Babilonia ni el del Caixaforum, sino una versión a la escala de la ciudad. Si alguna vez pusiéramos pie en pared los vecinos, cobraría sentido tener un felpudo pendiendo de un muro. Mientras eso llega, mucho sentido no tiene. Y el caso es que resulta entretenido seguir a través de sus colores el paso de las estaciones, sobre todo ahora que parecen haber evitado que el agua del riego inunde, descontrolada, a los colindantes.

Ese rincón de la ciudad es, en sí mismo, resumen concreto de lo que fue, de lo que es e incluso de lo que pudiera ser Guadalajara si no fuese por los guadalajareños. Embutido en el edificio municipal sobrevive un mínimo resto de lo que fue iglesia de San Gil, demolida va para un siglo. A su vera, se mantienen bares, que eso sí que sigue gustando, afortunadamente. Más allá, un Horno de San Gil que hace muchas décadas perdió la parra y en fecha más reciente, el encanto. Crece un árbol, frondoso, junto al ábside y haciendo sombra a un alcorque vacío, hermano de tantos otros desperdigados por las calles. El granito, tan caro y tan querido, da gris al color de algunas fachadas más allá y sirve para que el moñigo dejado por un perro ante los ojos complacientes de su dueño permanezca como una ofrenda inalterada, hasta que alguien lo pise. Y decían que hasta de 3.000 euros serían las multas para los incívicos…

Hace años, cuando se presentó uno de tantos planes para salvar el centro de Guadalajara de la incuria secular, la redactora cantaba con entusiasmo la riqueza que suponían las plazas del casco viejo, que no antiguo. El próximo proyecto, casi inminente, es para plantar entre nosotros una Zona de Bajas Emisiones y nos promete que se rebajarán los humos, a golpe de talonario, corneta y prohibición. Ya veremos.

Mientras, el felpudo más caro de la historia de Guadalajara seguirá ahí, colgando, como si estuviéramos acostumbrados a quejarnos y a poner, por darle algún sentido, pie en pared. Que no lo estamos.

Seguiremos aguantando.


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