Dos décadas han pasado desde aquella mañana festiva en Peñalver y ahora toca recordarlo en tono de elegía, horas después de haberse conocido su fallecimiento a los 89 años en su casa de Lima, frente al océano Pacífico.
Fue, en efecto, un 9 de abril de 2005 cuando Mario Vargas Llosa arrojó 94 kilos en la siempre generosa romana que se utiliza para cifrar la humanidad del agasajado. Entonces, el Nobel lo definió como el galardón “más original y dulce que me han concedido”.
Como dijo el por entonces omnipresente Teodoro Pérez Berninches con muy pulida prosa, el reconocimiento se le entregaba en virtud de “su excepcional obra literaria, que refleja con extraordinaria riqueza la complejidad del alma humana y el mundo sin fronteras, escenario de sus anhelos”.

Contaron las crónicas que, ante los cientos de personas congregadas para la ocasión, el escritor aprovechó para hacer una reflexión sobre las “voces agoreras” que vislumbran la desaparición de la literatura en favor de los medios audiovisuales, y señaló que si así fuese habría un gran empobrecimiento de la vida humana.
De paso, dio una lección magistral sobre el concepto de literatura y libertad, una constante en toda su obra y en toda su vida, que en eso siempre fueron indistinguibles.
El hispano-peruano, feliz, aventuró que siempre le acompañaría la imagen «cariñosa, dulce y original» de ese premio alcarreño.
Su vínculo primero con La Alcarria le llegó, comprensiblemente, de la mano del universal libro de viajes de Cela.