Dicen que los gorriones están desapareciendo de las ciudades de Europa, pero el que picotea junto a mi no se ha enterado.
Dicen que el cambio climático acabará con la Humanidad, pero ningún humano es ahora más feliz que este que les escribe, en la sombra de una terraza, apoyado en la mesa de un velador, en esta primavera de temperaturas precisas y sin tormentas.
Dicen que Madrid es una ciudad inhóspita pero tú no puedes creerlo cuando el camarero te acaba de saludar como si fueras un parroquiano de toda la vida o un amigo del alma.
Dicen que la vida se lee en los posos de una taza de té pero la vida, la que ya pasó y la que está por venir, está en realidad en los sorbos de tu taza de café; en los tragos salpicados de risas de la muchachada de al lado; en las confidencias entre bisbiseos y cerveza de las tres mujeres de aquella otra mesa o en el ceño fruncido del que espera a su novia, esa que nunca llega a la hora convenida. Mientras haya tiempo para esperar y para perderlo es que no está todo perdido.
Dicen que cada vez hay menos niños pero en ese parque que no es parque (apenas un esquinazo, un chaflán con tres bancos y dos columpios) ya no cabe ni un berrido más ni más madres sin edad y sin prisas, distrayendo un incipiente hastío entre la sonrisa cándida y la reconvención perpetua.
Dicen que esto se acaba y es posible que así sea. O que dure y nos reconforte, como si los momentos fueran eternos. Sobre todo los felices, sepultando desgracias.
Lo que se acaba es este artículo. Pago la cuenta y vuelvo a casa. Nadie deja nunca de pagar lo que debe.