Quedó escrito en abril de 2019 y lo volvemos a leer hoy, el día después de que ni los Reyes de España ni el ministro Urtasun, que estaban invitados, participasen en la reapertura solemne de la catedral de Notre-Dame.
Hace cinco años, estábamos todos conmovidos. Hoy, nuevos motivos de inquietud nos acechan. Leamos y pensemos sobre lo que el tiempo pasado y el que tenemos por delante nos aconsejan…
Las imágenes de la catedral de París en llamas provocaron un estupor universal. Es lo que tienen los símbolos, cuando arden.
Basta ver la impresionante fotografía que remitía a LA CRÓNICA nuestra inesperada colaboradora Berta Sanz, para abarcar de un solo coup d’oeil el pánico histórico al que nos estábamos asomando. Incluso a sabiendas de lo mucho que de mixtificación tiene ese edificio, desde la penúltima gárgola hasta su portada principal, pasando por la aguja (la fléche, que llaman los franceses) hecha cenizas al viento.
Nuestra Señora de París, la que conocemos hoy, es más un invento romántico del siglo XIX que cualquier otra cosa. Podemos entenderla, por tanto, como un triunfo perdurable de ese capitalismo del que tantos reniegan, el que cimentó a la burguesía que impulsó la Revolución Francesa y, con ella, nuestros todavía presentes afanes de libertad. Mientras caía la hoja de la guillotina en una cercana plaza, otros arrasaron el templo, presos de un furor iconoclasta y sans-culotte que en España hemos conocido bien, en esos años que estamos empeñados en revivir a cada paso.
Después de convertido el grandioso templo en poco más que un establo, los revolucionarios se las apañaron y cubrieron a tiempo los huecos de los vitrales para que Napoleón no cayera víctima de una corriente de aire cuando se invistió a sí mismo emperador. Luego llegarían Victor Hugo y su novela, Haussmann y la piqueta capaz de crear avenidas y glamour de un solo golpe, pasarían revoluciones y algaradas y llegaríamos al siglo XX, el de Walt Disney y su encantador jorobado.
Aceptemos, por ser fieles a la historia y a lo que puede ser lo cierto, que el auténtico asiento del poder de la Iglesia en París siempre estuvo en Saint Denis, no en la isla de la ciudad.
La iglesia que marca el origen del gótico francés, que es precisamente la basílica de Saint Denis, donde siempre se enterró a los reyes de Francia, está ahora rodeada de una población desclasada y que se siente ajena, por musulmana. Allí lo que arden, con terrible frecuencia, son los coches de quienes no tienen garaje donde guardarlos. Eso también duele.
Y pese a todo, nos queda una Europa que debemos salvar de las llamas.
Con la hoguera descomunal que ese 15 de abril de 2019 quemaba las pantallas de los televisores y de los smartphones venía el recuerdo, lejano, de aquel 1988 en que ardió el Chiado lisboeta. Este que les escribe sintió incluso más vértigo entonces que ahora, considerando que quien se quemaba bajo el fuego era Pessoa, ebrio de vino y de sueños frustrados. Años después, Portugal se recompuso del golpe y ahora lo difícil es andar el Bairro Alto sin tropezarse con las hordas de turistas.
Hace aún más años, en 1944, la barbarie nazi preservó ese París de nuestros desvelos, de igual modo que declaró Roma ciudad abierta en su desbandada, con lo que los americanos no tuvieron argumentos para bombardearla, como sí habían hecho con Montecassino. Al que nadie pudo parar fue, en febrero de 1945, al carnicero Harris, un inglés que nunca debió nacer de hembra de la especie humana, que en su venganza arrasó Dresde y con ella casi cien mil vidas, en apenas dos noches de infierno. No ardió una catedral, no, sino toda una ciudad cuajada de vida, historia, monumentos y civiles refugiados.
Las bombas incendiarias sobre Dresde dejaban en casi nada las muchas salvajadas que por todo Flandes perpetraron los Tercios cuando el dinero de la soldada no llegaba desde España y sus jefes animaron al saqueo, ciudad tras ciudad. Aún lo recuerdan por allí, en la tierra donde pace Puigdemont.
Europa es una historia de fuego y cenizas renacidas.
Visto desde esa distancia que da sobrevolar desde el hoy los siglos ya pasados, lo que más inquieta no es el fuego, sino la falta de entusiasmo, la escasa fe en un futuro continental que permita la pervivencia de la cultura de Occidente aquí, donde fue su cuna. Para eso hacen falta cabeza y cojones.
Renacerá París, la que no ardió porque el jefe militar durante la ocupación se plantó, en silencio pero con firmeza, ante la orden alucinada de Hitler.
¿Renacerá Europa? Mejor intentemos preventivamente que no arda víctima de sus contradicciones, tan vieja y magullada como apenas la mantenemos. Encontremos puntos de encuentro, convenzámonos de que hay un futuro común y que debemos conquistarlo.
Quizá entonces, de la lección de Notre-Dame en llamas o de Lisboa, Dresde o Amberes bajo el fuego y de su renacimiento, aprendamos la mejor de las enseñanzas, que es la vida.
Desde que eso se escribió ha pasado un lustro. Hoy, Alemania y Francia se deshacen en una crisis política, económica y social que sólo amenaza con empeorar a cada día que pasa. Desde Oriente emerge China, que ha plantado sus intereses en África y Sudamérica. Mientras, Donald Trump hace anuncios que asustan. Él, que amenaza con ausentarse del resto del mundo para atender a lo suyo (sobre todo, a lo estrictamente suyo) sí que estuvo en París el 7 de diciembre de 2024.
¿Arde París? No. Pero puede seguir ardiendo Europa, de otra manera, hasta llenarnos de ceniza si la cordura y el valor no actúan de la mano.
Y eso sí que nos afecta a todos. Incluso a los que desde aquí reniegan de sí mismos.
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