Del rojo al azul, sin intermedios ni viceversas. No estamos hablando de política, sino de marketing de las grandes empresas. Y escribimos de Guadalajara porque lo hacemos de uno de sus rincones más conocidos por todos los que viven en la ciudad… y eso que siempre estuvo casi en el «más allá». Los que son de aquí, lo entienden.
En Cuatro Caminos, la gasolinera de Diges ha sido referencia de varias generaciones de alcarreños de la capital e incluso para muchos de los pueblos, como lugar de parada necesaria donde ellos comenzaban o acababan sus gestiones Amparo abajo, aquella lejanía que dejaba de serlo cuando se iban dejando atrás los muchos hotelitos que en un tiempo flanquearon la calle.
Eso queda un poco más lejos, también en el tiempo. Desde ahora, los conocidos letreros de Cepsa ya son historia y han sido sustituidos por una nueva marca.
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No cambia la empresa, que es la misma con nombre renovado, pero la petrolera dice que se rebautiza porque quiere ser más ecologista, más limpia, más nueva, más guapa. Y más rica, es de suponer.
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Cepsa fue para muchos sinónimo de repostar el «600», el «Simca» o el mucho más moderno R-18. También, de cambio de aceite en el aparcamiento del «Pedro Escartín», vertiendo el líquido negro que salía del carter a la alcantarilla más cercana sin cargo de conciencia por flagrante delito ecológico, que entonces a nadie le parecía tal.
Debajo de los luminosos se esconde desde hace décadas una marquesina de líneas tan estilizadas que merecería por ello, alguna vez, que se pudiera recuperar su desnudez original. Hasta Guadalajara encierra tesoros, mire usted, además de recuerdos.
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Recuerdos es lo que más ofrece la gasolinera de Cuatro Caminos para los supervivientes de la capital provinciana que estaba orgullosa de serlo. Aquellos años de una España pluriempleada, de madres orondas con la permanente renovada cada viernes, padres fumadores de «Ducados» o «Bisonte», niños de pantalón corto y camisa abrochada hasta el cuello, niñas con trenzas, abuelo con boina y queja permanente, abuela feliz y una carretera nacional que llevaba y traía a los madrileños por delante de sus ojos cada fin de semana.
A ver el espectáculo se acercaban las familias, que si eran previsoras podían conseguir mesa y las suficientes sillas metálicas en la terraza de la gasolinera de Diges para toda la prole. Eso era lo más parecido a la felicidad: echar la tarde del domingo, tomando el aire, viendo pasar los coches y escuchando el transistor, mientras el paisano sesentero revisaba la quiniela y comprobaba, una vez más, que no pasaba de los diez aciertos.
Ahora, Cuatro Caminos es un puente con un arriba y un abajo, al lado del atasco de todas las mañanas para dejar a la jauría de niños camino de clase o a los enfermos en la consulta del hospital. También es el punto de la ciudad con mayores índices de contaminación y el más ruidoso; todo eso que antaño tampoco preocupaba.
A causa de esos caprichos del mercado, este cruce y lo que le rodea es hoy noticia por un nuevo horizonte en azul, donde aún pervive (al menos en el recuerdo) aquel olor a combustible y a tantos kilómetros vividos y gastados.