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18 noviembre 2024
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Castelo de Pambre: Galicia no es país para castillos

Devuelto a la vida el castillo de Pambre, se agradece que permita un breve paseo hacia las alturas de la torre y, sobre todo, a los recovecos de su breve muralla. La poesía está ahí, entre el musgo y el tiempo que se va.

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Más allá de Pedrafita, todo es Castilla. Allí emigraban cada verano los gallegos para segar; de allí vienen, por decenas de miles, españoles y extranjeros para peregrinar. Lo pasan bien los del bastón de senderista, con menos esfuerzo físico que quienes doblaban el espinazo y blandían la hoz en las llanuras de la meseta. Un par de siglos de distancia tienen la culpa. Y si nos remontamos al menos otras cuatro centurias más, entenderemos por qué entre las fragas nunca crecieron los castillos como en Castilla.

Entre lo poco que se levantó y de lo poco que quedó en pie en esta esquina de la Península, el castillo de Pambre cuenta con la ventaja de su silueta imponente, como un triunfo sobre la ley de la gravedad y contra los malos vientos de la historia. Dicen, y es verdad, que resistió a la revuelta de los irmandiños, que es la expresión más revolucionaria que han tenido los gallegos desde 1467 hasta la fecha.

Aunque las guías y el ordenamiento administrativo lo sitúan en Palas de Rei, lo cierto es que al castelo de Pambre hay que ir a buscarlo. No son muchos los kilómetros que lo separan del Camino de Santiago, pero sí los suficientes para que las mochilas estén ausentes entre los visitantes. Aquí se llega en coche o en moto, para darse de bruces con la inexistencia de un parking mínimamente habilitado, lo que obliga a tener suerte o decisión para aparcar si el día es demasiado feriado.

Después de pasar por el lugar donde aguarda el guarda (y no es un juego de palabras), recibidas las aceleradas explicaciones, pagados los 3 euros de la entrada y pertrechados de un folleto desplegable es el momento de adentrarnos entre las vetustas piedras.

La Diputación hace aún bien poco que ha terminado la adecuación del castillo para su visita, incluido el montaje de una estructura metálica que ayuda a subir a la Torre del Homenaje y recorrer, con cuidado, los espacios.

En los muros quedan los huecos que soportaron la viguería para el forjado de madera, desaparecido, que deja colgados en el aire los miradores en los que uno imagina a las damas del castillo, esperando entre melancolías y ensoñaciones sin Cunqueiro que las describa. Porque Pambre hoy es un paisaje que envuelve un castillo del mismo modo que en su día fue un símbolo de poder sobre el vasallo y sobre la naturaleza, sustentos ambos de este reino sin reyes en el interior de Galicia.

Son estas tierras duras de vivir; tanto, que a muchos sólo les permitió sobrevivirlas, con la anuencia del señor y el auxilio, siempre equívoco y etéreo, del Dios de los cielos. Y sin embargo, aquí el hombre ha batallado desde hace milenios por salir adelante, forjando su destino o tallándolo en la piedra: la capilla del castillo fue iglesia desde al menos la expulsión de la morisma, cuando se aprovecharon para lugar de culto unos muros tardorromanos, que hicieron de cimiento.

El castelo de Pambre y el Camiño

¿Cuántos han pasado por aquí antes que tú y que yo? Muchos, sí, incluidos los canteros que fueron dejando su marca en cada bloque de piedra no porque tuvieran interés en saludarte… sino simplemente, por cobrar su trabajo.

Castillo de Pambre, cerca de Palas de Rei, en la provincia de Lugo. (Foto: La Crónic@)

El castillo tuvo sus años de mayor esplendor cuando el Camiño lo transitaban los peregrinos del medievo, como defensa de estas tierras de Ulloa, con derecho a cobrar por ello. De aquello se beneficiaron los condes de Monterrey. Después pasaría por muchas manos, que solo coincidieron en su capacidad para consolidar su abandono.

Ahora, devuelto a la vida, se agradece que permita un breve paseo hacia las alturas de la torre y, sobre todo, a los recovecos de su breve muralla. La poesía está ahí, entre el musgo y el tiempo que se va. Como nos iremos todos, castellanos sin castillo, el día que nos toque marchar.

Mientras tanto, el sol y sus sombras sobre estos paredones nos ayudan a recordar el tiempo que otros vivieron, aquí y más allá.

Desviarnos del camino, pagar 3 euros y soñar lo nunca soñado es poco precio para un viaje tan personal, en el margen del Camiño.

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