Estimado amigo S.:
Disculparás que te responda públicamente a nuestra conversación privada, pero aceptarás que este recurso literario tiene alguna divertida utilidad. Publicando nuestras tonterías, más de uno se asomará a esta columna pensando que está escrita contra las corridas de toros. Esos incipientes lectores ya pueden dejar de serlo, puesto que estas líneas no tratan de eso. Tampoco, en su propósito final, sobre los toros, aunque sean la excusa y el argumento.
La plaza de toros de Madrid, en su exacta redondez, se llena entre otros muchos de numerosos aficionados alcarreños. Allí fuimos a coincidir, sin vernos, el pasado sábado. Entre tu tendido y el mío hubo seis toros y tres toreros. Cada cual con su faena posible, ya fuera por las virtudes del astado o por las carencias del diestro. Fue tarde de chiflar poco y aplaudir mucho. Los aficionados impasibles, que suelen ser los más doctos, también tuvieron la ocasión de paladear callados algunos gloriosos momentos. Y entre todos, tres enormes silencios.
Ese 18 de mayo de 2019 se cumplían exactamente 25 años de una tarde especial, aquella en la que Julio Aparicio se transfiguró para crear en apenas siete minutos uno de los hitos más hermosos del toreo. Los que estuvieron aquel día en esa plaza aún recuerdan que durante todo el festejo apenas hubo nada, ni por sus compañeros de terna (Ortega Cano y Jesulín de Ubrique) ni por el juego del encierro de Alcurrucén. Fue en el sexto cuando ocurrió todo. Lo recibió de capa sin mayores méritos. Lo picaron y banderillearon de trámite. Empezó el último tercio con el toro andarín y un primer trasteo que no anunciaba nada… y, de repente, el inexperto torero se alejó una veintena de metros, lo citó de largo y el toro acudió como un rayo de luz que no se apagaría hasta la estocada final. Lo inesperado precedió a lo inexplicable. Aquello fue un arrebato de toreo, de incandescente belleza, con la plaza puesta en pie, varios cientos levitando.
Este 18 de mayo no era el de 1994 pero, también en el sexto toro, en algo se le pareció, quizá en mucho, aun siendo tan diferente.
Pablo Aguado, todavía dolorido de la paliza que le había dado su primero, bordó el toreo clásico entre el rugido de los tendidos en el que cerraba plaza. Pero lo más emocionante no fueron los olés, aun siendo tan hondos como los naturales que los provocaban, sino los silencios. Fueron tres intensos, inesperados, profundos y estremecedores silencios como sólo en Las Ventas es posible sentirlos. No eran la antesala de la estocada (sí, esa que hizo guardia y que tanto reprochas) sino el aliento contenido de más de 20.000 personas a la espera de la magia. Tres silencios, tres, como preámbulo de otras tantas series preñadas de arte. Hay que valer mucho para que lo que hagas provoque esa intensísima expectación.
En las corridas de toros, como en la propia vida, casi nada termina siendo como tú quisieras, como querías o como quisiste. Lo mejor, lo realmente valioso, surge de un modo inesperado y es ahí cuando hay que disfrutarlo, antes de que se evapore en el olvido. Vivir es un puro arrebato encadenado, mejor aún si puedes disfrutarlo sin aspavientos. Más que nada, para no alertar a los envidiosos, que tanto estorban, como tú bien sabes.
Mató mal Pablo Aguado, sí, pero en sus naturales estaban todos los maestros que el planeta de los toros ha dado, de Cúchares para acá; también la imagen aún fresca de ese medio paisano, Juan Ortega, el mismo que días antes allí mismo había "acompasado el aire entre su muleta y los pitones". No hay arte, ni siquiera el ballet, que construya belleza a partir de la tensión invisible del aire como consigue, cuando lo logra, quien puede hacerlo vestido de luces, iluminado.
Falló Pablo Aguado, pero en su derrota con el acero yo vi una victoria. La misma a la que nos agarramos los que andamos por la vida tropezando y levantándonos, alimentando nuestros sueños cada vez más esquivos, empeñados en creer que vivir no es solo respirar hasta el último aliento.
El próximo día, cuando nos veamos, seguiremos hablando, tras el saludo cordial y el abrazo de precepto. Suceda lo que suceda, antes o después, sobre el ruedo o en la vida.