Cuando las confiterías históricas de Guadalajara aún no habían cerrado ni en Miguel Fluiters ni en la Calle Mayor, el mayor problema de los buñuelos, que llegaban puntuales en los últimos días de octubre, eran su precio. Nada más que objetar a esos deliciosos dulces que han ido siempre unidos a la festividad de Todos los Santos. Hasta ahora.
Con asombro se leía en la Redacción de LA CRÓNICA esta semana una de esas muchas notas de prensa que, entre comerciales y mercantiles, pretenden hacerse notar, por si cuela. Proviene de una cadena con presencia en Guadalajara, dedicada a dar de comer al que lo paga y con ella quería promocionar sus «buñuelos estacionales».
Vista la peculiar denominación, alguno de esta casa se tomó la molestia, antes de remitir el documento a su lugar lógico de destino, a revisar el contenido, por intentar encontrar alguna vinculación concreta entre el buñuelo y el costumbrismo, aunque sea religioso. Pero no. No hubo forma. Todo muy laico. Todo muy pulcro. El miedo a ofender ¿a quién? sobrevolando.
Si a los más veteranos ya les cuesta distinguir entre el Día de Todos los Santos y la festividad de los Fieles Difuntos, a los más jóvenes la omisión sistemática de la religión en todo lo que les sale al paso no les habrá de ayudar a entender el porqué de muchas cosas. Tampoco los buñuelos. Es el horror, reiterado y ya casi universal, a expresarse con precisión y con respeto a la realidad por seguidismo de las entelequias más a la moda.
¿Ofende a alguien hablar de buñuelos de Todos los Santos para que sea necesario referirse a ellos como buñuelos estacionales? La pudibundez imperante no tiene límites.
En todo caso, disfruten de los buñuelos. Quienes se los puedan permitir.