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22 noviembre 2024
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BEATRIZ DORADO / El derecho a decir adiós

Llegó abril y con él, su luz se apagaba, se desvanecía y se mezclaba con la del horizonte. Sin embargo, no estábamos o, mejor dicho, no nos dejaban estar.

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Angustia, impotencia y dolor. Así es como he vivido la pérdida de mi abuela, sin poder hacer nada más allá que responder al teléfono. Ese mismo aparato que durante años me ha permitido hablar con ella cada noche antes de dormir.

Tenía 97 años y medio. Estaba sana. Aun así, sabía que algún día moriría, es ley de vida. Incluso ella nos lo decía. Sin embargo, nunca pensé que fuese así. Lo lógico y habitual es que cuando alguien se apaga puedas acompañarle, estar a los pies de su cama, acudas al velatorio y le des el último adiós.

Yo no he podido hacer nada de eso. La marcha de mi abuela ha sido muy diferente, como la de miles de abuelos en España en las últimas semanas. Tras días confinada en su habitación por prevención, al igual que otros muchos residentes, se distraía haciendo punto para terminar una bufanda que tejía a mi hermano pequeño. Nuestras llamadas, las visitas de las distintas auxiliares y los juegos y actividades con las que les entretenían hacían que el día fuese más ameno.

Llegó abril y con él, su luz se apagaba, se desvanecía y se mezclaba con la del horizonte. Sin embargo, no estábamos o, mejor dicho, no nos dejaban estar. En nuestro lugar estaban las auxiliares, enfermeras y todo el equipo de la residencia Virgen de la Salud de Guadalajara, en la que ha vivido 20 años. A ellos, a Noelia, Marinela, Vero, Iris, Maribel y muchas otras que estos años han estado día a día con mi abuela, les estaré eternamente agradecida. No solo por cómo le han cuidado, especialmente los 3 días que ha estado enferma, sino también por permitirnos hacer una última videollamada. La más dura, la de la despedida.

Cuatro horas después, mi abuela perdía la consciencia. Solo quedaba esperar. He tenido la inmensa suerte de disfrutar de ella todos estos años, pero la mala fortuna de no darle un último beso. Ni un abrazo. Ni siquiera hemos podido estar en familia para llorar todos juntos. Las medidas excepcionales decretadas por el Gobierno, no nos lo han permitido.

Hoy, mientras entierran a mi abuela, termino estas líneas. El estado de alarma en que nos encontramos tampoco me ha dejado acudir al cementerio. Cuatro personas eran demasiadas. En mi interior, una mezcla de dolor, rabia y tristeza se apodera de mí, igual que de mis hermanos y primos que preguntan si, por fin, nuestra abuela está descansando en paz.

El COVID-19 y las medidas establecidas por el Gobierno no nos han permitido acompañarla. Estoy profundamente convencida de la importancia de las mascarillas, guantes o respiradores, pero también del derecho a la vida de personas como mi abuela, ahora vetadas en los hospitales y, sobre todo, que el derecho a decir adiós, para los que se van y para los que se quedan, no debe ser menos.

Hasta siempre abuela. Ahora brillarás con los millones de buenos recuerdos que nos dejas.