Por más que las calles estén congeladas y las temperaturas sean gélidas, algunas cabezas están en ebullición. Son las de aquellos al límite de su capacidad de aguantar el egoísmo de muchos. O de hacerlo, al menos, sin tirar de faca y empezar a acuchillar paisanos. Trabajadores de la limpieza, sanitarios, operarios de servicios, funcionarios y también políticos. A todos alcanza la tentación de bramar en arameo… por lo menos.
Cinco días después de empezar a nevar hay que reconocerle el mérito de la paciencia, especialmente, a muchos cargos públicos, acosados de forma inmisericorde por las peticiones particulares de sus vecinos. Las llamadas para reclamar al alcalde o al concejal de turno han sido infinitamente más numerosas que las que se hacían para ofrecer apoyo o para ayudar en lo que fuera menester, cada uno en la medida de sus posibilidades. Así somos. Así estamos.
Gente talludita y con estudios se desgañitaba estos días, entre amigos o en las redes sociales, sin recordar (o mejor, sin querer recordar) que las ordenanzas de limpieza mandan, desde que reinaba Carolo, que las aceras de cada uno las limpia cada cual en caso de nevada.
Nos sobra capacidad de queja y nos falta voluntad de echar una mano. A todos, incluido el arriba firmante. Para enmendarlo, eso sí, lo primero es reconocerlo.
Frente a nuestra obsesión por fijarnos si el político de turno empuja o no un coche o si manda a la brigada para sacar el nuestro, en estos días hay muchos que nos han dado toda una lección haciendo bien lo que deben, que coincide con cumplir su obligación… pero en unas circunstancias extremas.
Uno de ellos estaba este jueves en Guadalajara y a él va mi reconocimiento.
Había arrimado el hombre su camioneta todo lo posible en un lateral del Mercado de Abastos, dejando el espacio justo para el paso de los coches entre los restos de nieve y hielo. Aparentaba tener más que sobrepasada la edad de la jubilación y hacía equilibrios múltiples para llevar cinco cajas de carne hasta el puesto de su cliente, sin pegarse entre medias un batacazo. Y en esas, la mayor preocupación del conductor que le agobiaba era increparle porque el paso no estaba lo bastante ancho… y porque para pasar podía tener que recoger el retrovisor y poner una rueda sobre la nieve.
Le aseguro al lector que me he emocionado al ver a ese hombre. Al repartidor, digo.
Le aseguro al lector que me he encabronado al ver a ese otro hombre. Al impaciente conductor del coche, digo.
La nieve se irá, como se irá el hielo. La lástima es que muchas de las lecciones que podríamos haber aprendido en estos días inolvidables también las olvidaremos.
Gracias, en todo caso, a todos aquellos que me han hecho sentirme orgulloso de ser su convecino. Que no han sido pocos.