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22 noviembre 2024
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AUGUSTO GONZÁLEZ PRADILLO / Macron y Le Pen, en su víspera y en la de España

Nos enfrentamos en esta parte de Europa, parece claro, a un futuro de política fungible, al hilo de los tiempos. Nada dura ya cien años. Ni siquiera cinco en buen estado.

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Lo bueno de escribir sobre las presidenciales francesas el 23 de abril de 2022 es que aún no se conoce el resultado final. ¿Macron? ¿Le Pen? Qué más da, visto desde este lado de los Pirineos. Y no porque el asunto sea irrelevante, sino más bien por lo mucho que el futuro nos tiene preparado a franceses y españoles para los próximos años. Ellos están en su víspera electoral; los españoles, en lo mismo, pero para un 2023 que será apabullante.

En los últimos días, se han esforzado muchos por alertar del peligro que supondría la ultraderecha en el palacio del Elíseo y la cuestión no es tan simple. A mi modesto entender, el riesgo es dejar entrar en la sede de la Presidencia de la República a alguien sin escrúpulos como Miterrand, a un chovinista narcisista como Giscard D’Estaing, a un señor bajito con ganas de volar como Sarkozy o un destructor de partidos políticos y amante compulsivo como Hollande. Y si no se me entiende la ironía, habrá que seguir explicándolo.

Ante el rostro difícil de ver de Marine Le Pen y a la vista de su simplísima ideología, en el sentido más peyorativo de la RAE, la opción por Emmanuel Macron se diría la única posible. Y sin embargo, muchos de los votantes franceses la siguen prefiriendo a ella en la segunda vuelta. Basta con darse una vuelta por Twitter y por los periódicos galos para encontrar una explicación: el hartazgo casi visceral. Ese hartazón nacido del estómago, salvo que queramos buscar su origen más concreto una cuarta más abajo. Hasta ahí están muchos de sus compatriotas, ni más ni menos.

El debate del pasado miércoles fue el encuentro, a metro y medio de distancia, de un soberbio ejecutivo (devenido en ejecutivo soberbio) y de una ignorante casi universal. Y aun así, estaban muy por encima del debate político al que estamos acostumbrados en España. No fue casual que la primera media hora fuese dedicada, en exclusiva, a la cuestión fiscal, a vueltas con la reducción o no del TVA, el IVA francés. Y que se continuara con Europa como lastre o como oportunidad para el relanzamiento del país. 

Con todo y con eso, lo que muchos electores aborrecen de Macron no son sus políticas, sino su actitud de ser superior. Es el odio de la gleba contra las élites. Y el malestar por la inmigración, un problema creciente desde hace medio siglo en la banlieu y luego en todo el «hexágono» francés. Y el rechazo a tener que trabajar hasta los 65 años, como considera irremediable el candidato Macron. 

Se acabaron las ideologías y se imponen las sensaciones, con el egoísmo individual más acendrado como juez de la contienda. Optamos por el candidato que nos cae bien o nos inspira confianza respecto a nuestros intereses o nuestro esquema mental contra todos aquellos a los que sentimos como una amenaza para nosotros y, muy especialmente, para nuestro bolsillo. Nada que no conozcamos por estos andurriales, donde a Pedro I El Guapo se le reprochan los andares chulescos tanto o más que su falta de principios pero al que sólo la coyuntura económica echará de La Moncloa.

Con todo, el mayor problema de Macron no es su arrogancia sino que, aun ganando con holgura, verá su final en 2027. Salvo apaños como los planteados por Houellebecq en su última novela, allí terminará este proyecto político, tan unipersonal. A partir de ahí, Francia y toda Europa deberán recomponerse si a la cita final llegaran, un suponer, Le Pen y Mélenchon o sus más directos herederos. Un panorama no apto para pusilánimes… ni para optimistas.

Nos enfrentamos en esta parte de Europa, parece claro, a un futuro de política fungible, al hilo de los tiempos. Nada de que ver con las opciones autoritarias de Oriente, las más eficaces para asegurar el crecimiento, ni con el desmoronamiento imparable de Estados Unidos.

Nada dura ya cien años. Ni siquiera cinco en buen estado.

Es lo que hay y, en eso, franceses y españoles compartimos enfermedad y diagnóstico. El tratamiento, ya imaginan, es lo que nos diferencia.

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