Más nos vale encomendarnos al conocimiento y a la inteligencia. Este jueves, mientras Trump rabiaba en la derrota y Biden va sucumbiendo a la victoria, en una destartalada ciudad castellana se hacía la luz en una sala salpicada de mascarillas. En el exterior, más allá de los muros del campus de la Universidad de Alcalá en Guadalajara, caían chuzos de punta con el mismo estrépito con el que los serenos asturianos o gallegos golpeaban los adoquines del viejo Madrid y hacían saltar chispas nacidas del metal. Diluviaba fuera mientras en el salón de actos había lluvia fina de palabras.
Los obrantes del milagro eran Ramón Tamames y Javier Sádaba, bajo los buenos oficios de Carmelo García como moderador siempre moderado y Juan Garrido Cecilia, auspiciador y arúspice, que bien podría serlo después de tanto visto, oído y organizado. Y el que no lo entienda, que acuda al diccionario.
Los allí reunidos, pocos por culpa de las exigencias del coronavirus, estaban acompañados en la distancia de Youtube por bastante más. Unos y otros asistieron a un fluir de rectas palabras y sensatos pensamientos, lo cual es un espectáculo insólito y hasta sospechoso en esta España vocinglera y desarmada de fundamentos.
Se planteaba la cosa como un debate, socioeconómico, a cuenta del COVID-19. Como bien afirmó el profesor Tamames mediada su intervención, «el virus nos está haciendo tomar conciencia de que vivimos en un solo mundo». Así es, aunque nos empeñemos en no enterarnos. A ver si lo organizamos.
Cuando quien habla se acerca ya a nonagenario y demuestra mayor lucidez que muchos jóvenes hay que tenerle primero respeto y luego, sin más demora, agradecimiento ante el tono de sus palabras, aunque sean dichas desde detrás de una mascarilla que pugna por seguir los dictados de la Ley de la Gravedad o de la Ley de la Comodidad. Con los 87 años recién cumplidos, Ramón Tamames tendría sobrados argumentos, excusas y razones como para mandar a hacer puñetas a la Humanidad circundante y para hacerlo sin reparo alguno e incluso sin pestañear. Pero no lo hace. Argumenta, en cambio que, «tenemos que asociar esto (de la pandemia) a una necesidad de resolver la crisis a una escala humana». Si con tanto camino andado aún hay humanismo y humanidad en la mochila de un sabio será que aún queda, o aún nos debe quedar, alguna esperanza. Tendremos que buscarla.
Y de Javier Sádaba habría que decir lo mismo y más. Con su radioterapia a cuestas, el cáncer no le ha conseguido torcer ni la voluntad ni el gesto. El dominio de lo que está a nuestro alcance da la medida del valor del hombre. Él es una prueba andante de todo eso. Aunque sólo fuera por el filósofo y sus circunstancias, valdría enarbolar ante Salvador Illa una de las frases más rotundas de Sádaba en La Alcarria : «Si hay derechos humanos, que los hay, el primero, el supremo derecho tendría que ser el de la salud, porque es el fundamento de nuestra vida».
Por alguna razón, llegados a ese punto, a este que les escribe le vino a la cabeza un tratado de Jason Brennan sobre la epistocracia y su conveniencia. Quizá algún día entremos por esos resbaladizos caminos, tan pertinentes cuando millones han votado en Estados Unidos bajo el impulso de su ignorancia. Pero los ecos que llegaban del otro lado del Atlántico no eran tan relevantes, desde este promontorio sobre el Henares, como la constatación de que la palabra es posible y es factible decirla sin que sea una continuada ofensa al decoro o a la inteligencia.
Sádaba se reclamaba librepensador este jueves en Guadalajara. Mejor que todos nosotros reclamemos más librepensadores para salir de esta si es que no tenemos la osadía de serlo nosotros mismos. El curso de nuestros días es grave por el virus pero más aún por el voraz agujero negro de estupidez que todo lo engulle desde el mismo centro de nuestras existencias. Amar el acto de pensar y querernos libres, para vivir nuestra vida y no en la vida de los otros, siempre improbable, casi siempre imposible. Todo un proyecto que nadie pronunció pero que parecía flotar en el ambiente. ¿O eran aerosoles con bichitos?
Siglo Futuro hizo de nuevo el milagro de aventar ideas para que algunos, solo algunos, pudieran recogerlas. Y de balde.