Las plazas de toros son un escenario al que cualquier debería asomarse siquiera una vez en la vida, incluso aborreciendo de la tauromaquia, porque en sus tendidos los espectadores son infinitamente más respetuosos que en los campos de fútbol o en las canchas de baloncesto.
Los insultos, si se producen, tienden más a quedarse entre los labios y en mentar a la vaca que lo parió (al toro, no al torero, of course).
Y cuando un becerro vestido con pantalones brama una impertinencia, la masa responde con un murmullo desaprobatorio y sólo dos o tres replican, a poder ser con más gracia que la del inicial vociferante.
Este domingo, contra frío y pereza, fueron miles los que se encaminaron hasta Valdemorillo, un pueblo de la sierra madrileña que ha hecho de sus fiestas de febrero una referencia.
Entre los peregrinos no faltaban los desplazados desde Guadalajara, tras los pasos de Juan Ortega, ese torero que, según un avieso titular de prensa, «no se casa con nadie».
Como el oriundo de Checa no triunfó, obviaremos las reseñas de sus no-faenas y aprovecharemos el éxito rotundo de Emilio de Justo para escribir más que de él, de nuestras cosas.
En la recoleta plaza de Valdemorillo se pudieron comprobar un puñado de cuestiones que alientan esperanzas:
- Que escuchar en pie el himno de España al final del paseíllo iguala todas las ideologías, sin aspavientos.
- Que puede haber toros sin sol ni moscas, con calefacción, más allá del tópico… y más allá, también, de que parte de lo que salió de los chiqueros fueran novillos antes que toros.
- Que ni siquiera los pijos de Madrid son una masa compacta como estiman los detractores de Díaz Ayuso, sino que admite sutiles variedades, algunas incluso facilitadoras de una agradable conversación. Hay de tó bajo la capa del cielo y también al resguardo de una cubierta como la de Valdemorillo.
Más allá de eso, con el quinto sobre el ruedo se escenificó un buen ejemplo de lo que una sociedad que se considere viva y se estime como tal es o puede ser, si permite el lector esta arriesgada analogía.
A don Emilio de Justo, de profesión superviviente y natural de Torrejoncillo en la provincia de Cáceres, un incontinente le había espetado en su anterior astado que, pese a la faena realizada, el burel se le había ido sin torear.
Le debió seguir retumbando el exabrupto mientras aguardaba en el callejón y el rescozor (usemos aquí un extremeñismo necesario) seguía vivo en el diestro, que se marchó a la puerta de chiqueros para enmendar la plana al que habló y a todo el orbe, si fuera necesario.
A partir de ahí, se impuso el pundonor… una hermosa palabra que sería bálsamo si la aplicáramos como sociedad, en España, en el hoy y en el ahora.
¿Le habría servido de algo a Emilio de Justo amohinarse ante la adversidad? Optó por el camino contrario y triunfó.
En esas no estuvo solo, puesto que según crecía la faena, sobre todo con unos naturales con la derecha que fueron de puro pasmo, el público se enardecía como un solo cuerpo.
El fenómeno de cómo un grupo actúa de consuno sin instrucciones previas ha sido largamente estudiado (y aprovechado) desde, más o menos, cuando dejamos atrás el Neolítico. A beneficio, eso sí y casi siempre, del monarca o del dictador de turno.
Pero no siempre ha de ser algo malo sentirse parte de un todo, si la causa es buena. Eso, en su aplicación, depende de cada cual porque la libertad es indelegable.
El domingo, en Valdemorillo, De Justo y el público fueron dos fuerzas complementarias… y felices.
En tiempos como estos en que la propaganda anula a la información y los jugadores de ventaja imponen su ley (que suele ser ninguna) es cuando se agradece entrever como posible que el individuo y su libertad pueden convivir dentro de un grupo efervescente y vivo. Lo contrario a la sociedad inane que tantas veces observamos incluso cuando tratamos de no chocarnos con tanto estafermo que se nos cruza por la calle.
Y usted disculpe, si ha llegado hasta aquí.
Como esto más que un artículo lleva trazas de convertirse en una epístola, habrá que dejar para otro día las referencias a los auténticos sabios en la masa, el poder o la España invertebrada. Canetti y Ortega, tan olvidados, lo explicaron muy bien hace ya un siglo.
Desde entonces, lo seguimos olvidando.
El 9 de febrero de 2025 todo afloró de nuevo, para quien lo vivió y quiso entenderlo, en Valdemorillo.