El más importante privilegio de quien escribe es poder no hacerlo. Sobre todo, después de haber dedicado toda una vida a juntar letras con forma de palabras, traduciendo pensamientos para compartirlos. De ahí que la libertad de rendirse a la evidencia de lo inútil sea, en realidad, una grata victoria. Similar, quizá, a la de tantos derrotados.
Todo lo anterior lo trae la relectura de un libro de 1992, el año glorioso de España. Por entonces nos dedicábamos como país a inaugurar AVEs a Sevilla sin saber por qué ni para qué y a celebrar Olimpiadas en Barcelona, jaspeadas de senyeras en los balcones en guerra televisiva contra las rojigualdas. Era, en fin, el lugar donde un Estado se mostró incapaz de combatir a ETA asesinando en Francia sin dejar un reguero de pistas hasta Amedo y sus secuaces. Un país, que eso también era España y ya no lo es, donde los periodistas se afanaban en cumplir con su oficio con un éxito que ahora resulta deprimente, por la comparación. Por un periódico cayó el GAL. ¿Ahora caería? Algunos aún viven, muy bien, de aquellas rentas.
Fue en ese mismo 1992 cuando a José Antonio Marina le publicaron su primer libro, al ganar el premio Anagrama de ensayo. Era, como quizá algún lector recuerde, su «Elogio y refutación del ingenio».
Por un milagro doméstico, he podido recuperar el libro entre las estanterías de casa, sin naufragar en el intento.
A diferencia de tantos otros, este no ha perdido un ápice de la blancura de su papel y, como casi todos los que le acompañan, está repleto de subrayados con lápiz y notas en los márgenes.
Uno de los primeros resaltados salta en las primeras líneas: «Los estudios sobre inteligencia artificial han demostrado que el ingenio es una actividad demasiado compleja para los ordenadores. Decir una agudeza, hacer un juego de palabras o inventar un chiste continúan siendo, por ahora exclusivas humanas». Se equivocaba Marina. Un primer error, a las primeras de cambio.
El libro, y así lo paladeará quien lo recorra con la debida constancia, es ameno y compensa al lector con una sabiduría clásica, cada vez más imposible incluso entre los profesores de instituto, como era él. Divaga, sin perderse, acerca de «la universal admiración por los ingeniosos», que «no es una manía, sino el espejismo de un paraíso».
Resulta preciso aclarar que lo ingenioso para el autor tiene poco que ver con lo que el común entiende y, menos aún, con lo que tanto cantamañanas en el tiempo presente nos restriega en los morros, mientras con ello vive del cuento. Lo que a casi todos nos alcanza, sin defensa posible, es el torrente continuo de los ocurrentes, que son el ejército de un falso ingenio, tan alejado de la inteligencia como próximo a las tontás, esa expresión manchega que habría que enmarcar para tener siempre claro de dónde conviene escapar.
En este 2023, tantos años después del primer libro del muy prolífico José Antonio Marina, la Inteligencia Artificial se vende ya como un objeto gratuito y de gran consumo, que es el primer paso del marketing industrial para crearnos una necesidad y, más tarde, hacernos pagar por ella si la queremos con un mínimo de calidad. En términos concretos, los resultados que ofrecen estos primeros apaños de supuesta Inteligencia Artificial son manifiestamente mejorables pero, contrariamente a lo que el ensayista vaticinaba, ya hacen juegos de palabras cuando le preguntas al bot desde el teclado del ordenador, te responde con agudezas a la altura (abisal) de muchos tertulianos e incluso se anima a escribirte una poesía si se lo pides. Tan mala, que alguna de ellas merecerá un premio en cualquier diputación en cualquier provincia. Al tiempo.
Hoy, el toledano Marina es un joven de 84 años que goza de la misma lucidez mental de antaño. La misma que en sus últimos años huyó de Nietzsche, aun dando tiempo al alemán para dejarnos trazados casi todos los caminos, jalonados con sus reflexiones. Como aquella que alertaba del empeño imposible de desembarazarnos de Dios «porque continuamos creyendo en la gramática».
Habrá que aferrarse a ella y al resto de nuestro doméstico panteón de viejos dioses, cada vez más olvidados. Como el divino placer de escribir un artículo con el ánimo de que pocos lo lean. Aun cuando, ya que está escrito, lo dejas publicado.
Y mientras, las tontás campan libres y a sus anchas, arrolladoras, con forma de noticias provocadas por los sabios del mal entendido ingenio de este tiempo.
Hay batallas perdidas de antemano.