Dicen las estadísticas oficiales que este Viernes Santo han muerto en la provincia de Guadalajara dos personas por coronavirus. Del resto, hasta casi la decena, habría que aceptar que fueran otras las causas y que estas justificarían que quedaran fuera de la relación de victimas del COVID-19. Anónimos todos salvo para sus conocidos.
El desbarajuste de las cifras no tiene arreglo, por lo que se ve. Esperemos que la pandemia sí que lo tenga, para los que la resistan. Pero ella no ha podido conseguirlo y ha fallecido este 10 de abril de 2020.
¿Qué hace diferente esta muerte de las de los otros cientos que se han producido en Guadalajara desde que el virus empezó a atacar? El dolor por su pérdida es el mismo que el que han sufrido los familiares del resto. El drama de un sepelio sin poder velar ni acompañar, también. Pero resistir un siglo entero en este mundo nuestro para morir en estas circunstancias duele al que que lo ve, al que lo sabe y al que lo conoce… que ahora es también usted. Y debiera dolerle, hasta lo más profundo de las entrañas, a cada uno de los responsables del desastre. Que los hay.
Nacer un 7 de enero de 1920, pasar una guerra siendo moza y caer en otra, frente a un enemigo invisible cuando has soplado las velas del centésimo cumpleaños, es algo que no puede contenerse sin ofensa dentro de una simple estadística. Son demasiadas historias dentro de una sola historia, que al menos con estas líneas queremos que se intuyan y respeten. Sepultarla a ella, a todos los caídos por el virus, bajo una montaña de números y porcentajes sería ahondar aún más en nuestra falta de respeto hacia los muertos que no han recibido, precisamente sepultura como sus vidas merecían.
Y a cuantos siguen cayendo.
Tanto dolor también es nuestro, sin peso ni medida. Sin cifras, pero con memoria.