Dentro del perfil general de los políticos en ejercicio, a Alberto Rojo cabría considerarle entre el grupo teórico de «la buena gente». En realidad, a los cargos públicos sólo pueden juzgarles con todo el derecho y con toda precisión quienes tienen franco el paso a su despacho. Sobre todo, quienes han de hablar y escuchar en las reuniones vespertinas, que es cuando a algunos la sonrisa beatífica de por las mañanas se les muda en torrente de exabruptos, que caen encima del asesor inadvertido o del subordinado despistado.
A falta de testimonios verificables sobre esa intimidad, aceptaremos que el alcalde de Guadalajara es una persona amable. Aunque a veces parezca que no haya terminado de asumir que es él, realmente él, el alcalde de Guadalajara.
En este tormentoso jueves de primavera, con la excusa de una inauguración en la Concordia, al Alberto Rojo que es alcalde de Guadalajara le han traicionado las metáforas. Hablaba de farolas y ha dicho textualmente que habían recibido, de sus antecesores, «una ciudad oscura en todos los sentidos». De lo cual se puede inferir, sin ningún alarde temerario, que lo sigue siendo. Estamos a punto de llegar al ecuador del mandato, con el condicionante cierto de la pandemia, pero cuesta recordar algo en que hayamos mejorado. Será amnesia o ceguera del que esto escribe. O quizá no, bien a mi pesar.
Admitir que Guadalajara es una ciudad oscura no debiera ofender a nadie y sí comprometernos a todos para conseguir que deje de serlo. E incluso convertirla en ese lugar del que podamos sentirnos, todos, plenamente orgullosos.
Este su seguro servidor, estimado alcalde Alberto Rojo, espera que antes de que las urnas vuelvan a citarnos se acaben las promesas y lleguen los resultados de su gestión. Hasta ahora, lo más notorio del bienio ha sido la supresión de los patronatos de Cultura y Deportes, así que comprenderá que espere con impaciencia lo que resulte de los próximos 24 meses.
Más allá de lo concreto, también reconozco curiosidad por ver cómo sigue administrando el protagonismo desaforado de los tres concejales de Ciudadanos en las Casas Consistoriales y, sobre todo, fuera de sus paredes. Nunca tan pocos taparon el trabajo de tantos, usted ya me entiende. Más que nada, porque se atribuyen como propio todo lo que hace, dice o anuncia el equipo de gobierno, como si fuera suyo en propiedad y no mero rehén de la aritmética del Consistorio. ¿Dónde van a ir que más valgan en plena autodestrucción del partido naranja? Aquí valen mucho. Incluso demasiado. Usted sabrá por qué.
Cualquiera de los que pagan sus impuestos en Guadalajara, voten al partido que voten, lo que desean es vivir en una ciudad cada día mejor. Así le fue de bien a Irízar, que socialista como usted le dio la vuelta a una ciudad que era mucho más oscura que esta. Así lo practicaron, como mejor supieron, Bris y Román. Así no le salió a Jesús Alique, más por el socio que se echó (tome nota, por si le vale) que por ningún quítame allá el pisito. Hasta la efímera Blanca Calvo ha pasado a la historia municipal por creerse sin recato lo que era, sin dudar a la hora de salir en procesión tras la Virgen de la Antigua cuando fue necesario por el cargo que ocupaba.
Van ya dos años de esto y el paso del tiempo no se detiene.
Usted verá si es momento de dar un golpe en la mesa o algún sopapo, de puertas para adentro, de modo que la jerarquía quede clara, al igual que el calendario de promesas cumplidas, aún tan por estrenar.
Créaselo, porque enfrente no hay nadie y hasta es posible que aún le queden seis años por delante al mando de la tropa. Pero no se nos despiste, que es el alcalde del que le vota y de quien no. Salvo que dé por bueno que hayamos de esperar a que la segunda alcaldesa de la historia de Guadalajara nos devuelva la luz y la esperanza en esta capital.