Como el rayo que no cesa nos está deshaciendo la pandemia. Ya no seremos lo que éramos, cierto… aunque es muy probable que sigamos incurriendo con la meticulosa constancia que nos caracteriza en algunos de nuestros peores vicios. Entre ellos, la desmemoria. Por la experiencia que da la historia de la Humanidad desde el Neolítico hasta acá, pocas esperanzas de que el virus nos haya cambiado para mejor, ni siquiera en eso.
Cerca de nosotros, aunque con una puerta de por medio, han ido muriendo muchos de nuestros familiares, encerrados en residencias de ancianos. Aquí no cabe el regodeo sino el dolor, que bastante han sufrido sus familias como para ahondar en la herida. Pero tampoco nos está permitido el olvido. Menos aún, olvidarles por dos veces.
Entre los deudos de las víctimas, cada cual sabrá como actuó en los días más críticos. Fueron jornadas de angustia y de llamadas sin respuesta… e incluso de equívocas respuestas cuando estas llegaban. Lo que sí sabemos es que la Administración intervino de una manera extremadamente deficiente, con medidas escasas cuando no erradas.
El coronavirus nos ha pillado a todos, como sociedad, confiados a un sistema de atención a nuestros mayores que no ha aguantado una situación tan extrema, hasta convertir las residencias en lugares propicios para el más fatal de los desenlaces.
Casi tres meses después, las familias de los supervivientes seguirán sin poder cruzar el umbral para verlos; lo harán, todavía no se sabe bien cuándo, solo si la residencia donde sus mayores aguantan con vida está completamente libre por entonces de casos de COVID-19. Así estamos, todavía.
Les olvidamos entonces, cuando el miedo arrasó las calles y escapábamos de los hospitales, tan saturados que nadie cayó en la cuenta de alarmarse de que tantos murieran en las residencias sin pisar Urgencias y, menos aún, sin llegar a una UCI. Como si hubiera criterios selectivos. ¿Los hubo?
Les hemos olvidado de nuevo ahora, cuando lo que nos ocupa y nos preocupa es echarnos a la calle para correr y anhelamos que abran los bares, para beber y brindar.
¿Beber para olvidar? ¿Brindar por nuestros olvidos hacia quienes nos dieron la vida?
Ya debiera ser momento de empezar a pensar en cambiar el modelo de atención a lo que con cursilería se llamó Tercera Edad. No sabemos ni cómo referirnos a los viejos, que así se les llamaba en los ya lejanos tiempos en que se les respetaba como merecen. Ni una voz al respecto, desde ningún despacho.
El almacenamiento casi industrial de personas a precio de oro, que se ha llegado a convertir en una forma de actividad empresarial consolidada, ya no sirve. Es, o debiéramos considerarlo, contrario a la ética, a la dignidad e incluso a la salud pública.
No parece que nadie tenga prisa por ahora en recordar lo que ha pasado ni en trabajar para evitar que, a la vuelta de unos meses, el virus vuelva a hacer presa sobre los cuerpos castigados de nuestros ancianos.
Dos olvidos ya, camino del tercero.