Créanme si les digo que el primer titular para abrir esta columna no era ese, por más que sea rotundo y resuma perfectamente lo que piensan (pensamos) muchos españoles en esta hora de desconsuelo.
Para encabezar estas líneas, lo preceptivo era alguna alusión a la tragedia, a los políticos e incluso a la última aparición de Page en los telediarios, a propósito de lo visto y escuchado en Letur este jueves. Pero va a ser que no, porque el hartazgo no da margen para las contemplaciones.
Como apuntábamos, el presidente de Castilla-La Mancha consolidó su espacio si no en el cielo al menos sí en el purgatorio de la política nacional, a distancia de las infernales andanzas de Carlos Mazón o de Pedro Sánchez, inútil el uno, avieso el otro.
Viene esto a cuento y a cuenta del diálogo, más bien monólogo, de una ciudadana, madre de uno de los fallecidos en la localidad albaceteña, replicado incluso en horario de máxima audiencia:
Y en esas estamos: el que no valga, a la puta calle, coño.
La actuación del gobierno autonómico valenciano ha sido tan patéticamente ineficaz que sus responsables, desde el primero hasta todo el segundo nivel, deberían estar ya precisamente ahí… en la puta calle. Si no valen para mandar, que se pongan a las órdenes de cualquier vecino, cojan un cepillo o una pala y limpien lo mucho que aún queda por retirar. Y en Madrid, donde toda miseria moral parece tener asiento, que se pongan al alcance no de un palo sino de nuestros votos, a ver qué reciben a pesar de tanto incondicional como apesebran.
El Estado existe, no sólo porque lo pagamos sino porque representa más de la mitad de nuestra riqueza. En Europa tenemos muchos ejemplos de embaucadores que han esgrimido la idea de un pueblo supuestamente autónomo e idealizado, para embaucarlo. Algunos terminaron colgados boca abajo en una gasolinera o suicidándose en un búnker o muriendo en la cama de un hospital. Algunos otros, si hacemos caso a lo que se vomita en las redes, aspiran a tomarles el relevo.
La política es imprescindible mientras haya que administrar lo común. Ejercerla no es necesariamente fácil y, precisamente por ello, tiene que estar fuera del alcance de los tontos y de los golfos, por igual.
Hay mucho hartazgo. Mucho. Demasiado.
Por el bien de todos, el político que no sepa hacer lo que debe y no tenga funcionarios que lo encaucen, que se vaya. A la puta calle o a su casa, a descansar.
Con limpiar las calles esta vez no basta: hay que limpiar también muchos despachos para que volvamos a creer que el futuro es un sueño posible y no sólo una condena de la que parecemos no poder escapar.