Fotos: Nacho Izquierdo
Textos: Augusto González
Marta Merino, policía local
• Mucho antes de que Marta naciera, España se sentaba para ver en la televisión una famosa serie de policías. Como aquí el inglés siempre nos ha sido extraño, alguien tradujo el título original, «Hill Street Blues» (Los azules de Hill Street) por un mucho más poético «Canción triste de Hill Street». Muchos aún lo recuerdan. Hoy todos vivimos nuestro blues cotidiano, le ponemos todo el soul que podemos y ya desearíamos pasar al funky en cualquiera de sus variantes. A la agente Merino, la «blue» de nuestra historia, se le descuelga una coleta rubia que rompe la rigidez uniformada a la espera de que sea posible volver a reconvenir al que aparca mal. Será el síntoma de que la enfermedad ha remitido y que ya es momento dejar de preguntar a los escasos viandantes a dónde van. ¿A dónde vamos todos? Solo sabemos que lo hacemos tarareando nuestra canción triste, un blues a la española que nunca olvidaremos. Marta, la agente Merino, estará ahí, cuando nos recompongamos.
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José Antonio Felipe, taxista
• Dice una antigua tradición local que hace mucho, mucho tiempo a los taxistas de la ciudad les tocó la Lotería y que por eso empezaron a aparecer Mercedes por las calles vestidos de blanco. De blanco siguen los coches, no siempre de alta gama, pero mantienen tras el volante a un nutrido plantel de filósofos, sabios del estoicismo. Cuando tienes que esperar a que el destino tome asiento en la parte trasera de tu coche aprendes a darle valor a cada cosa que pasa. Y lo que pasa, esperemos que pase, es el coronavirus, con José Antonio parapetado detrás de la mascarilla. A uno le gustaría saltar al otro lado de la fotografía y decirle «¡Vámonos!». Llegará el día en que podamos hacerlo. Recordarle entonces el buen trabajo que ellos hicieron en estos días será mucho más que una mera cortesía. Será un justo agradecimiento.
Abdel Hadi Elaasri, carnicero
• Sabemos que el coronavirus acabó con las fronteras, del mismo modo que ya intuíamos que lo del mundo global iba más allá de la economía o de la explotación laboral en países lejanos. Hasta las fronteras interiores se han demostrado inútiles. Los carniceros, en Oriente o en Occidente, usan para cortar las piezas más grandes un gran cuchillo, aquí llamado media luna. Desde hace siglos, la media luna es también símbolo del Islam, ese al que los europeos recuerdan cada día, sin saberlo, cuando se comen un croissant. Abdel no está en nada de esto mientras atiende a los clientes de su carnicería halal, tan conocida por la comunidad musulmana de la cristiana Guadalfaiara, la misma que hace más de un milenio aún era Wad-il-Hayara. A todos nos ha igualado la enfermedad y la muerte, por encima de nuestras duras molleras y nuestras prevenciones. La amenaza invisible corre libre sobre la tierra arrasada, entre las calles vacías, mientras Abdel se afana, abriéndose camino a golpes cortantes y certeros. Un eco que nunca acaba.
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